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Una mirada desde la neuropsicología perinatal para devolverle humanidad, voz y sostén a la experiencia de maternar

Día de la Madre: lo que se ve, y lo que no

Flores, desayunos en la cama, dibujos con corazones torcidos, mensajes que dicen “gracias por todo”. El Día de la Madre está lleno de gestos que celebran el amor, la entrega, la presencia incondicional. Y claro que merecen ser celebradas. Las madres lo dan todo: su tiempo, su cuerpo, su sueño, sus planes. Lo hacen con ternura, con fuerza, con una resiliencia que a veces ni ellas mismas sabían que tenían.

Pero entre los abrazos y los regalos, también hay algo que no siempre se ve. Porque junto a la alegría de maternar, hay soledades que no se dicen, culpas que se acumulan en silencio y exigencias que se dan por sentadas.

Hay madres que se sienten invisibles, que se preguntan si lo están haciendo bien, que duermen poco y piensan mucho. Madres que aman profundamente, pero que a veces también se sienten desbordadas, desconectadas, partidas en mil pedazos.

Y eso también es ser madre.

 

Matrescencia: el nombre de lo que nadie te dijo que ibas a sentir

Ser madre no es solo cuidar a un bebé. Es también volver a nacer como otra versión de una misma, con emociones nuevas, pensamientos contradictorios y una identidad en movimiento.

A ese proceso se le llama matrescencia: la transformación física, hormonal, neurológica, psicológica, social y vincular que atraviesa una persona cuando se convierte en madre. El término fue acuñado por la antropóloga Dana Raphael, y apenas ahora empezamos a nombrarlo con la fuerza que merece.

Como la adolescencia, la matrescencia no es un momento: es un proceso. Largo, confuso, poderoso. Y muchas veces solitario.


Lo que cambia en el cuerpo también cambia en el cerebro

Durante el embarazo y el posparto, el cerebro materno atraviesa una de las mayores transformaciones neurobiológicas de la vida adulta. Estudios recientes muestran que hay una reducción de materia gris en regiones asociadas a la empatía y la mentalización, lo que no implica pérdida, sino una especialización funcional: el cerebro se reorganiza para priorizar el vínculo con el bebé.

Se activan circuitos relacionados con el apego, la vigilancia emocional y el cuidado, y se alteran los niveles de oxitocina, dopamina y cortisol. Todo esto hace que muchas madres vivan en una hipersensibilidad constante: sienten todo, piensan todo, se anticipan a todo. No por debilidad, sino porque están neurobiológicamente preparadas para sostener la vida de otro.

Y sin embargo, muy pocas veces alguien las sostiene a ellas.


Soledad, ambivalencia y culpa: lo que no se nombra, pesa más

Más allá del cerebro, hay otra capa de transformación: la emocional.
Y en esa capa, muchas veces, reina el silencio.

La ambivalencia emocional —amar y querer escapar, estar feliz y extrañar lo que era, sentir ternura y rabia al mismo tiempo— es parte constitutiva de la matrescencia. Pero como no se habla, se vive con culpa. Culpa por no disfrutar, por necesitar ayuda, por no desear como antes, por no poder con todo.

Y esa culpa es profundamente injusta, porque no nace del fracaso, sino del ideal.

Cuando una madre cree que todo debería fluir, y no fluye, piensa que el problema es ella. Pero el problema está en el sistema que idealiza a la madre mientras la deja sola, exhausta y sin red.

Nadie debería maternar sola

La maternidad no es un acto individual. Y sin embargo, muchas la viven como si lo fuera. Porque el entorno no siempre acompaña. Porque la pareja no siempre comprende. Porque la familia opina más de lo que escucha. Porque el mundo sigue como si nada, y la madre está cambiando por dentro.

Las redes no son un complemento emocional: son una necesidad básica.
Cuando una madre está sostenida, puede respirar, descansar, pedir, equivocarse, conectar con su deseo y con su bebé desde otro lugar.

Y acompañar la matrescencia no significa decirle cómo hacerlo, sino preguntarle cómo está, darle tiempo sin juicios, ofrecer presencia sin imponer soluciones.


Cuando la maternidad llega, la pareja también se transforma

La matrescencia también sacude a la pareja. El amor, el deseo, el tiempo compartido… todo se reorganiza. Pero vivimos en un modelo de pareja que idealiza la pasión sostenida, la intimidad constante y el “flujo natural” del sexo. Y eso choca de frente con el puerperio, el cansancio, la piel saturada de contacto, la falta de espacio propio.

Muchas parejas se sienten desconectadas. Pero eso no siempre es falta de amor. A veces es falta de adaptación, de lenguaje, de tiempo para reencontrarse desde otro lugar.

El deseo no desaparece: se transforma. Y no se reactiva con presión, sino con presencia, con gestos cotidianos que digan “te veo”, “te cuido”, “estoy aquí “


Hablar para no romper: la comunicación como refugio

En momentos de tanta exigencia, la comunicación puede ser el único puente. No para resolver todo, sino para mantenerse cerca, aunque sea con palabras simples. Poder decir:
Estoy cansada, pero te necesito cerca.
Extraño cómo éramos, pero no quiero perder lo que somos.
No sé cómo volver a desear, pero quiero que lo hablemos.

La pareja no necesita certezas. Necesita espacios donde las emociones tengan lugar sin juicio, donde las expectativas puedan ser renegociadas sin castigo, donde el vínculo se adapte sin romperse.


Que el Día de la Madre también sea un día para decir lo que nunca se dice

Hay tanto que no se dice de la maternidad:
Del cuerpo que ya no es el de antes.
Del deseo que desaparece sin aviso.
Del miedo a no ser suficiente.
De la rabia que asusta.
De la pareja que duele.
De la culpa que quiebra.
De la soledad que ahoga.

Todo eso que no se nombra se acumula en el cuerpo, en los vínculos, en el silencio. Y tiene un impacto real: en la salud mental de las madres, en la relación con sus hijxs, en la dinámica de pareja, en cómo se reproduce un sistema que exige pero no cuida.

Por eso, este Día de la Madre, además de celebrar, escuchemos. Dejemos que se diga lo incómodo, lo contradictorio, lo vulnerable. Honremos a las madres también por lo que cargan en silencio. Y construyamos vínculos donde no tengan que ser todo, todo el tiempo.

Porque maternar no debería doler en soledad. Y hablar, aunque no lo cure todo, puede empezar a aliviar.

 

 

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